El pequeño bosque de Ladros se encontraba en un umbral incierto, allí donde
el verano se despedía con retazos de calidez y el otoño extendía ya su manto
rojizo sobre la tierra rocosa de las montañas. Era un bosque muy pequeño y
alejado, rodeado de riscos y colinas que protegían sus árboles de las manos
curiosas de viajeros o criaturas que pasaban. Las hojas caían lentamente, como
brasas apagadas que descendían del dosel arbóreo, y el fuerte viento de las
cumbres sin nieve en esa época del año llevaba consigo un murmullo profundo,
antiguo incluso para las raíces más viejas. Cada rama que se mecía, cada hoja
que crujía al caer, parecía susurrar secretos que solo unos pocos podían
escuchar.
Aquel susurro no era el canto habitual de los pájaros ni el crujir de ramas
cansadas: era algo distinto, una vibración que nacía en la entraña de la tierra
misma y alcanzaba hasta los oídos de los Ents dispersos en la vasta espesura de
la Tierra Media. Allí vivía y cuidaba de su rebaño de árboles Uoron, robusto
como un roble en plena madurez de otoño, cuya corteza mostraba tonalidades
rojizas y de cuyas ramas amplias colgaban hojas encendidas que parecían
pequeñas lenguas de fuego cuando el viento las agitaba. Su silueta destacaba
entre los claros, y al caminar emitía un crujido profundo, como si la misma
tierra resonara con sus pasos.
Sus raíces se aferraban a la tierra donde crecían líquenes grises y hongos
irregulares. Caminaba con calma entre claros cubiertos de hojas caídas,
escuchando el crujir bajo sus pasos, consciente de que el otoño no era muerte
sino maduración y fortaleza. Se aproximaban las lluvias y siempre en esta época
hacía una ronda para ver qué tal estaban sus árboles; quería asegurarse de que
las raíces estuviesen preparadas para los intensos vientos que estaban por
llegar y para las lluvias torrenciales que se aproximaban. Faltaban aún
semanas, pero él ya podía olerlas, notar cómo la savia se hacía más densa. Así
era él: paciente y preparado, aunque un desasosiego reciente agitaba su
interior.
Aunque llevaba muchísimo tiempo sin tropezar con nadie con quien pudiera
hablar, él lo hacía a diario con sus árboles, a los que contaba historias de
forma velada, y recibía respuestas entre susurros del viento, a pesar de la
soledad, cada día era para él una nueva experiencia, y eso le hacía mantenerse
vivo. Aquel día, en su camino por el bosque, y al detenerse bajo la sombra de
un abeto anciano, su mente viajó a recuerdos de juventud, cuando la curiosidad
y la impaciencia eran más fuertes que la prudencia. Recordaba los primeros años
caminando entre los claros y riachuelos, torpe aún, con ramas que se
enganchaban en su corteza y raíces que a veces le hacían tropezar. En aquellos
días había aprendido a escuchar el bosque con los sentidos abiertos, a
reconocer los susurros del viento y la diferencia entre la tierra húmeda y la
roca que apenas podía sostener una raíz. Fue entonces cuando comprendió que la
paciencia no era mera quietud, sino un conocimiento profundo de la tierra, un
diálogo silencioso con cada árbol que se tocaba, con cada hoja que caía. Cada
error cometido se transformaba en enseñanza, y cada enseñanza se alojaba en la
savia de su corteza, fortaleciéndolo para los años que vendrían.
Aquella mañana, mientras Uoron caminaba por un claro cubierto de hojas que
crujían bajo sus pies, un pequeño destello de color se movió entre las ramas
bajas de un roble anciano. Una diminuta mariposa, con alas de tonos azules y
dorados, se posó sobre su mano extendida. Sus movimientos eran rápidos y
delicados, casi temblorosos, como si el aire mismo contuviera un mensaje que
debía entregarse con cuidado. Uoron la observó en silencio, dejando que su
mirada siguiera los giros y revoloteos hasta que, finalmente, posó su delicada
patita sobre la corteza de su brazo. En un instante que parecía un susurro del
bosque, entendió lo que traía: palabras que viajaban desde los rincones más
remotos de la Tierra Media, un mensaje urgente y solemne.
—Todos los Ents… —murmuró Uoron, escuchando cómo la savia vibraba en su
interior—…han sido llamados a reunirse. Hay un enemigo… un enemigo que no se
puede ignorar.
La mariposa, como si entendiera la gravedad de aquello, revoloteó alrededor
de su rostro antes de desaparecer entre las hojas, dejándolo con una sensación
de frío en la corteza, un escalofrío que era más consciente que físico. Uoron
cerró los ojos y dejó que los recuerdos de sus primeras reuniones con otros
Ents emergieran: el estruendo silencioso de pasos gigantes, la calma profunda
de las decisiones tomadas bajo la luz del sol filtrada por copas antiguas.
Recordó cómo había aprendido que incluso la fuerza de un bosque no bastaba si
no se unían quienes compartían raíces y savia. Y ahora, esa lección parecía
llamar nuevamente a su conciencia.
Mientras se adentraba más en el bosque, comenzó a sentir el murmullo de los
árboles como un coro que repetía el mensaje de la mariposa: había que reunirse,
había que decidir. Algunas ramas se inclinaban hacia él, otras caían ligeramente,
como si el bosque mismo respirara con anticipación. Los líquenes colgaban más
densos, atrapando la luz del sol que se filtraba entre las nubes bajas, y
percibió en cada rincón de su hogar la urgencia que había traído aquel pequeño
ser alado. Sintió nostalgia de los años de juventud, de la curiosidad que lo
había llevado a explorar cada recoveco del bosque, y comprendió que ahora su
experiencia debía ser un faro para los demás.
Más al este, entre los pliegues rocosos de Ered Luin, Ashensat se movía entre
los claros y riscos de las Montañas Azules que se extendían ante él con un aire
antiguo y silencioso, como si cada roca, cada grieta y cada ladera guardara
historias olvidadas. Desde la distancia, las cumbres parecían teñidas de un
azul profundo, un reflejo del cielo y la niebla que se colaba entre los riscos,
y los valles se hundían en sombras frescas donde apenas crecía el bosque. El
viento recorría las crestas y los barrancos, llevando consigo el olor de la
tierra húmeda, de los líquenes y de los arroyos que descendían saltando entre
las piedras. Ashensat encontraba allí a sus árboles formando grupos dispersos y
pequeños que luchaban por sostenerse en suelos pobres, rodeados de piedras y
flores blancas que parecían milagros frágiles en un mundo duro. Todo a su
alrededor le hablaba de resistencia y memoria: de caminos antiguos que ya nadie
recorría, de raíces que habían sabido aferrarse a la roca durante siglos, de
ecos que viajaban por el aire y la tierra hasta llegar a quien supiera
escucharlos.
Su figura era esbelta y nerviosa, con corteza pálida y grisácea que se
confundía con las piedras y la neblina que a menudo se colaba entre los picos.
Sus ramas apenas sostenían unas pocas hojas verdes, pequeñas y resistentes, que
se agitaban con cada ráfaga de viento.
En la soledad de esas cumbres, Ashensat había aprendido a escuchar los ecos
de la tierra, los crujidos de las raíces profundas y los murmullos que viajaban
por los arroyos. No necesitaba más compañía, y estaba a cargo de varios
pequeños grupos de árboles separados por laderas peladas, en las que solo
algunas plantas de florecillas blancas crecían, luchando por mantenerse en un
suelo poco fértil. Cada día recorría esas pendientes, midiendo la salud de cada
árbol, palpando la corteza, observando la inclinación de las ramas, notando
cualquier signo de enfermedad o fatiga.
Una vez, mientras inspeccionaba una ladera particularmente seca, escuchó el
murmullo de un arroyo que apenas llegaba a fluir. Allí encontró un pequeño
grupo de arbustos jóvenes, casi secos por la falta de agua. Con cuidado movió
algunas piedras para desviar el agua hacia ellos, ajustando el curso con manos
y raíces que parecían dialogar con cada brote. Pasaron días en los que
permaneció allí, comprobando que el flujo fuera suficiente, tapando fugas,
moviendo hojas caídas y pequeñas ramas que bloqueaban la corriente. Cada noche,
al volver al claro más alto, se detenía a mirar el cielo estrellado, escuchando
cómo la tierra se asentaba bajo sus pies y los brotes absorbían la humedad
lentamente. Al cabo de semanas, los arbustos comenzaron a erguirse, sus hojas
verdes más firmes y su savia más viva, y Ashensat sintió una alegría
silenciosa, una conexión profunda con la vida que crecía lentamente, sostenida
únicamente por su paciencia y atención constante. Ese triunfo silencioso, sin
más testigo que la bruma nocturna y las rocas que crujían bajo su corteza, le
recordó por qué había elegido la soledad de las montañas: la tierra hablaba, y
él debía responder con cuidado y constancia.
Hasta allí llegaban los rumores de lo que ocurría muy lejos, donde orcos y
otros seres se dedicaban sin pausa a acabar con bosques enteros, y cada sombra
y cada rumor de tala le encendían la savia; había aprendido a moverse con
rapidez y cautela, a golpear cuando la necesidad lo exigía y a retirarse cuando
la prudencia mandaba. No es que tuviese encuentros con ese tipo de seres muy a
menudo, sus dominios estaban lo suficientemente alejados de todo como para que
solo cada varios años se topase con algún grupo de orcos, pero cuando esto
sucedía, sabía defender a sus árboles sin vacilar. Sus golpes eran precisos,
aprovechando la fuerza del viento y la inclinación del terreno, dejando a sus
enemigos lejos del bosque antes de que pudieran volver a acercarse.
Los días pasaban entre recorridos por pendientes y barrancos, vigilando la
vida y la muerte del bosque, escuchando el flujo del agua, la caída de piedras
y la vibración de la roca bajo sus raíces. Y aún así sentía un ardor constante:
algo en el mundo cambiaba, un rumor lejano que aún no podía comprender
completamente, pero que su instinto ya reconocía como un llamado a despertar.
Por las noches, cuando la niebla se espesaba y los claros quedaban sumidos en
penumbras, Ashensat se sentaba sobre una roca, tocando la corteza de un árbol
anciano y dejando que la savia de ambos se comunicase en silencios que solo
ellos entendían. La montaña parecía susurrarle, y él comprendía que no era un
simple viento o un crujido; era algo más profundo, un aviso que cruzaba millas
y ecos hasta la memoria misma de los Ents.
Ashensat sintió un cambio en el aire, un susurro diferente al de los arroyos
y los barrancos. Una pequeña ave de plumaje gris con un brillo azulado se
detuvo en la rama que se inclinaba sobre su hombro. Sus ojos negros eran intensos,
y su canto, apenas un hilo de notas, parecía encerrar urgencia. Ashensat
inclinó la cabeza y extendió la mano, dejando que la criatura lo tocara con
delicadeza. El mensaje llegó con claridad: el llamado de todos los Ents, la
necesidad de reunirse y decidir cómo enfrentarse a un enemigo que amenazaba con
devorar bosques y quebrar la memoria misma de la tierra.
Permaneció inmóvil, sintiendo la vibración de la montaña a través de sus
raíces. La idea de abandonar sus claros dispersos le causaba un nudo de savia
en el pecho, pero comprendió que la voz que llegaba no era un rumor cualquiera;
era un eco que atravesaba millas y ecos, una advertencia que él había aprendido
a reconocer. Recordó la pequeña victoria con los arbustos jóvenes, la paciencia
invertida en cada piedra movida, en cada rama ajustada; y entendió que ese
mismo cuidado, multiplicado por la fuerza de todos los Ents, sería la única
esperanza frente a lo que se avecinaba.
Comenzó a ascender con movimientos medidos y cuidadosos, asegurándose de no
perturbar a los pocos árboles jóvenes que aún dependían de él. Cada paso
llevaba consigo un diálogo con la tierra: escuchaba cómo los líquenes se
ajustaban a la humedad, cómo las raíces profundas se afirmaban en la roca. La
montaña le susurraba antiguos nombres, antiguos caminos que solo él conocía, y
en medio de ese eco encontró fuerza. Si debía marchar hacia una reunión de
todos los Ents, no sería como un invitado temeroso, sino como un guardián que
sabía leer cada pulso de la vida en su entorno.
Alcanzó un claro alto, donde el viento silbaba entre las piedras y el
horizonte se abría en un mosaico de azul y gris. Allí se detuvo, cerró los ojos
y dejó que su corteza absorbiera la vibración que traía el mensaje. No era
miedo lo que sentía, sino un reconocimiento profundo de responsabilidad: un
llamado que había atravesado todo el bosque, que había viajado por corrientes
de aire y eco de arroyos hasta llegar a cada Ent que podía escuchar. Su corazón
de madera latía con fuerza, sabiendo que el tiempo de la vigilancia solitaria
había terminado; ahora había que unir fuerzas, enfrentar la amenaza inabarcable
y proteger la memoria viva de los bosques.
Y así, mientras los vientos del otoño agitaban las hojas rojizas del bosque
de Ladros y las cumbres azules de Ered Luin brillaban con niebla y sol
intermitente, Uoron y Ashensat recibieron el mismo mensaje en sus caminos
separados. Cada uno sintió la urgencia, cada uno comprendió la magnitud de la
amenaza. Las criaturas pequeñas que portaban la noticia desaparecieron pronto
entre el aire, como si fueran fragmentos del bosque mismo, pero dejaron en
ambos Ents una certeza profunda: había llegado el momento de reunirse con todos
los demás, de unir raíces, corteza y savia en un propósito compartido. El mundo
había cambiado, y con él, la antigua calma de los bosques debía transformarse
en acción.
El murmullo del viento parecía ahora un canto de preparación, y las hojas
caídas crujían bajo sus pies y raíces como si celebraran el despertar de algo
mucho más grande que ellos mismos. Uoron respiró lentamente, tocando cada árbol
con suavidad antes de iniciar su camino hacia los claros donde se reunirían los
suyos, mientras Ashensat ascendía la pendiente final de su dominio, sintiendo
en cada roca y en cada raíz la llamada que los atravesaba a todos. Ambos
sabían, sin necesidad de palabras, que los Ents debían actuar juntos. Y
mientras la luz de la mañana se filtraba entre los árboles y los riscos, el
bosque entero pareció contener la respiración ante lo que estaba por venir.
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