domingo, 31 de agosto de 2025

TRASFONDO DE AGOSTO

Nuevas aventuras de Ents. 


El pequeño bosque de Ladros se encontraba en un umbral incierto, allí donde el verano se despedía con retazos de calidez y el otoño extendía ya su manto rojizo sobre la tierra rocosa de las montañas. Era un bosque muy pequeño y alejado, rodeado de riscos y colinas que protegían sus árboles de las manos curiosas de viajeros o criaturas que pasaban. Las hojas caían lentamente, como brasas apagadas que descendían del dosel arbóreo, y el fuerte viento de las cumbres sin nieve en esa época del año llevaba consigo un murmullo profundo, antiguo incluso para las raíces más viejas. Cada rama que se mecía, cada hoja que crujía al caer, parecía susurrar secretos que solo unos pocos podían escuchar.

Aquel susurro no era el canto habitual de los pájaros ni el crujir de ramas cansadas: era algo distinto, una vibración que nacía en la entraña de la tierra misma y alcanzaba hasta los oídos de los Ents dispersos en la vasta espesura de la Tierra Media. Allí vivía y cuidaba de su rebaño de árboles Uoron, robusto como un roble en plena madurez de otoño, cuya corteza mostraba tonalidades rojizas y de cuyas ramas amplias colgaban hojas encendidas que parecían pequeñas lenguas de fuego cuando el viento las agitaba. Su silueta destacaba entre los claros, y al caminar emitía un crujido profundo, como si la misma tierra resonara con sus pasos.

Sus raíces se aferraban a la tierra donde crecían líquenes grises y hongos irregulares. Caminaba con calma entre claros cubiertos de hojas caídas, escuchando el crujir bajo sus pasos, consciente de que el otoño no era muerte sino maduración y fortaleza. Se aproximaban las lluvias y siempre en esta época hacía una ronda para ver qué tal estaban sus árboles; quería asegurarse de que las raíces estuviesen preparadas para los intensos vientos que estaban por llegar y para las lluvias torrenciales que se aproximaban. Faltaban aún semanas, pero él ya podía olerlas, notar cómo la savia se hacía más densa. Así era él: paciente y preparado, aunque un desasosiego reciente agitaba su interior.

Aunque llevaba muchísimo tiempo sin tropezar con nadie con quien pudiera hablar, él lo hacía a diario con sus árboles, a los que contaba historias de forma velada, y recibía respuestas entre susurros del viento, a pesar de la soledad, cada día era para él una nueva experiencia, y eso le hacía mantenerse vivo. Aquel día, en su camino por el bosque, y al detenerse bajo la sombra de un abeto anciano, su mente viajó a recuerdos de juventud, cuando la curiosidad y la impaciencia eran más fuertes que la prudencia. Recordaba los primeros años caminando entre los claros y riachuelos, torpe aún, con ramas que se enganchaban en su corteza y raíces que a veces le hacían tropezar. En aquellos días había aprendido a escuchar el bosque con los sentidos abiertos, a reconocer los susurros del viento y la diferencia entre la tierra húmeda y la roca que apenas podía sostener una raíz. Fue entonces cuando comprendió que la paciencia no era mera quietud, sino un conocimiento profundo de la tierra, un diálogo silencioso con cada árbol que se tocaba, con cada hoja que caía. Cada error cometido se transformaba en enseñanza, y cada enseñanza se alojaba en la savia de su corteza, fortaleciéndolo para los años que vendrían.

Aquella mañana, mientras Uoron caminaba por un claro cubierto de hojas que crujían bajo sus pies, un pequeño destello de color se movió entre las ramas bajas de un roble anciano. Una diminuta mariposa, con alas de tonos azules y dorados, se posó sobre su mano extendida. Sus movimientos eran rápidos y delicados, casi temblorosos, como si el aire mismo contuviera un mensaje que debía entregarse con cuidado. Uoron la observó en silencio, dejando que su mirada siguiera los giros y revoloteos hasta que, finalmente, posó su delicada patita sobre la corteza de su brazo. En un instante que parecía un susurro del bosque, entendió lo que traía: palabras que viajaban desde los rincones más remotos de la Tierra Media, un mensaje urgente y solemne.

—Todos los Ents… —murmuró Uoron, escuchando cómo la savia vibraba en su interior—…han sido llamados a reunirse. Hay un enemigo… un enemigo que no se puede ignorar.

La mariposa, como si entendiera la gravedad de aquello, revoloteó alrededor de su rostro antes de desaparecer entre las hojas, dejándolo con una sensación de frío en la corteza, un escalofrío que era más consciente que físico. Uoron cerró los ojos y dejó que los recuerdos de sus primeras reuniones con otros Ents emergieran: el estruendo silencioso de pasos gigantes, la calma profunda de las decisiones tomadas bajo la luz del sol filtrada por copas antiguas. Recordó cómo había aprendido que incluso la fuerza de un bosque no bastaba si no se unían quienes compartían raíces y savia. Y ahora, esa lección parecía llamar nuevamente a su conciencia.

Mientras se adentraba más en el bosque, comenzó a sentir el murmullo de los árboles como un coro que repetía el mensaje de la mariposa: había que reunirse, había que decidir. Algunas ramas se inclinaban hacia él, otras caían ligeramente, como si el bosque mismo respirara con anticipación. Los líquenes colgaban más densos, atrapando la luz del sol que se filtraba entre las nubes bajas, y percibió en cada rincón de su hogar la urgencia que había traído aquel pequeño ser alado. Sintió nostalgia de los años de juventud, de la curiosidad que lo había llevado a explorar cada recoveco del bosque, y comprendió que ahora su experiencia debía ser un faro para los demás.

Más al este, entre los pliegues rocosos de Ered Luin, Ashensat se movía entre los claros y riscos de las Montañas Azules que se extendían ante él con un aire antiguo y silencioso, como si cada roca, cada grieta y cada ladera guardara historias olvidadas. Desde la distancia, las cumbres parecían teñidas de un azul profundo, un reflejo del cielo y la niebla que se colaba entre los riscos, y los valles se hundían en sombras frescas donde apenas crecía el bosque. El viento recorría las crestas y los barrancos, llevando consigo el olor de la tierra húmeda, de los líquenes y de los arroyos que descendían saltando entre las piedras. Ashensat encontraba allí a sus árboles formando grupos dispersos y pequeños que luchaban por sostenerse en suelos pobres, rodeados de piedras y flores blancas que parecían milagros frágiles en un mundo duro. Todo a su alrededor le hablaba de resistencia y memoria: de caminos antiguos que ya nadie recorría, de raíces que habían sabido aferrarse a la roca durante siglos, de ecos que viajaban por el aire y la tierra hasta llegar a quien supiera escucharlos.

Su figura era esbelta y nerviosa, con corteza pálida y grisácea que se confundía con las piedras y la neblina que a menudo se colaba entre los picos. Sus ramas apenas sostenían unas pocas hojas verdes, pequeñas y resistentes, que se agitaban con cada ráfaga de viento.

En la soledad de esas cumbres, Ashensat había aprendido a escuchar los ecos de la tierra, los crujidos de las raíces profundas y los murmullos que viajaban por los arroyos. No necesitaba más compañía, y estaba a cargo de varios pequeños grupos de árboles separados por laderas peladas, en las que solo algunas plantas de florecillas blancas crecían, luchando por mantenerse en un suelo poco fértil. Cada día recorría esas pendientes, midiendo la salud de cada árbol, palpando la corteza, observando la inclinación de las ramas, notando cualquier signo de enfermedad o fatiga.

Una vez, mientras inspeccionaba una ladera particularmente seca, escuchó el murmullo de un arroyo que apenas llegaba a fluir. Allí encontró un pequeño grupo de arbustos jóvenes, casi secos por la falta de agua. Con cuidado movió algunas piedras para desviar el agua hacia ellos, ajustando el curso con manos y raíces que parecían dialogar con cada brote. Pasaron días en los que permaneció allí, comprobando que el flujo fuera suficiente, tapando fugas, moviendo hojas caídas y pequeñas ramas que bloqueaban la corriente. Cada noche, al volver al claro más alto, se detenía a mirar el cielo estrellado, escuchando cómo la tierra se asentaba bajo sus pies y los brotes absorbían la humedad lentamente. Al cabo de semanas, los arbustos comenzaron a erguirse, sus hojas verdes más firmes y su savia más viva, y Ashensat sintió una alegría silenciosa, una conexión profunda con la vida que crecía lentamente, sostenida únicamente por su paciencia y atención constante. Ese triunfo silencioso, sin más testigo que la bruma nocturna y las rocas que crujían bajo su corteza, le recordó por qué había elegido la soledad de las montañas: la tierra hablaba, y él debía responder con cuidado y constancia.

Hasta allí llegaban los rumores de lo que ocurría muy lejos, donde orcos y otros seres se dedicaban sin pausa a acabar con bosques enteros, y cada sombra y cada rumor de tala le encendían la savia; había aprendido a moverse con rapidez y cautela, a golpear cuando la necesidad lo exigía y a retirarse cuando la prudencia mandaba. No es que tuviese encuentros con ese tipo de seres muy a menudo, sus dominios estaban lo suficientemente alejados de todo como para que solo cada varios años se topase con algún grupo de orcos, pero cuando esto sucedía, sabía defender a sus árboles sin vacilar. Sus golpes eran precisos, aprovechando la fuerza del viento y la inclinación del terreno, dejando a sus enemigos lejos del bosque antes de que pudieran volver a acercarse.

Los días pasaban entre recorridos por pendientes y barrancos, vigilando la vida y la muerte del bosque, escuchando el flujo del agua, la caída de piedras y la vibración de la roca bajo sus raíces. Y aún así sentía un ardor constante: algo en el mundo cambiaba, un rumor lejano que aún no podía comprender completamente, pero que su instinto ya reconocía como un llamado a despertar. Por las noches, cuando la niebla se espesaba y los claros quedaban sumidos en penumbras, Ashensat se sentaba sobre una roca, tocando la corteza de un árbol anciano y dejando que la savia de ambos se comunicase en silencios que solo ellos entendían. La montaña parecía susurrarle, y él comprendía que no era un simple viento o un crujido; era algo más profundo, un aviso que cruzaba millas y ecos hasta la memoria misma de los Ents.

Ashensat sintió un cambio en el aire, un susurro diferente al de los arroyos y los barrancos. Una pequeña ave de plumaje gris con un brillo azulado se detuvo en la rama que se inclinaba sobre su hombro. Sus ojos negros eran intensos, y su canto, apenas un hilo de notas, parecía encerrar urgencia. Ashensat inclinó la cabeza y extendió la mano, dejando que la criatura lo tocara con delicadeza. El mensaje llegó con claridad: el llamado de todos los Ents, la necesidad de reunirse y decidir cómo enfrentarse a un enemigo que amenazaba con devorar bosques y quebrar la memoria misma de la tierra.

Permaneció inmóvil, sintiendo la vibración de la montaña a través de sus raíces. La idea de abandonar sus claros dispersos le causaba un nudo de savia en el pecho, pero comprendió que la voz que llegaba no era un rumor cualquiera; era un eco que atravesaba millas y ecos, una advertencia que él había aprendido a reconocer. Recordó la pequeña victoria con los arbustos jóvenes, la paciencia invertida en cada piedra movida, en cada rama ajustada; y entendió que ese mismo cuidado, multiplicado por la fuerza de todos los Ents, sería la única esperanza frente a lo que se avecinaba.

Comenzó a ascender con movimientos medidos y cuidadosos, asegurándose de no perturbar a los pocos árboles jóvenes que aún dependían de él. Cada paso llevaba consigo un diálogo con la tierra: escuchaba cómo los líquenes se ajustaban a la humedad, cómo las raíces profundas se afirmaban en la roca. La montaña le susurraba antiguos nombres, antiguos caminos que solo él conocía, y en medio de ese eco encontró fuerza. Si debía marchar hacia una reunión de todos los Ents, no sería como un invitado temeroso, sino como un guardián que sabía leer cada pulso de la vida en su entorno.

Alcanzó un claro alto, donde el viento silbaba entre las piedras y el horizonte se abría en un mosaico de azul y gris. Allí se detuvo, cerró los ojos y dejó que su corteza absorbiera la vibración que traía el mensaje. No era miedo lo que sentía, sino un reconocimiento profundo de responsabilidad: un llamado que había atravesado todo el bosque, que había viajado por corrientes de aire y eco de arroyos hasta llegar a cada Ent que podía escuchar. Su corazón de madera latía con fuerza, sabiendo que el tiempo de la vigilancia solitaria había terminado; ahora había que unir fuerzas, enfrentar la amenaza inabarcable y proteger la memoria viva de los bosques.

Y así, mientras los vientos del otoño agitaban las hojas rojizas del bosque de Ladros y las cumbres azules de Ered Luin brillaban con niebla y sol intermitente, Uoron y Ashensat recibieron el mismo mensaje en sus caminos separados. Cada uno sintió la urgencia, cada uno comprendió la magnitud de la amenaza. Las criaturas pequeñas que portaban la noticia desaparecieron pronto entre el aire, como si fueran fragmentos del bosque mismo, pero dejaron en ambos Ents una certeza profunda: había llegado el momento de reunirse con todos los demás, de unir raíces, corteza y savia en un propósito compartido. El mundo había cambiado, y con él, la antigua calma de los bosques debía transformarse en acción.

El murmullo del viento parecía ahora un canto de preparación, y las hojas caídas crujían bajo sus pies y raíces como si celebraran el despertar de algo mucho más grande que ellos mismos. Uoron respiró lentamente, tocando cada árbol con suavidad antes de iniciar su camino hacia los claros donde se reunirían los suyos, mientras Ashensat ascendía la pendiente final de su dominio, sintiendo en cada roca y en cada raíz la llamada que los atravesaba a todos. Ambos sabían, sin necesidad de palabras, que los Ents debían actuar juntos. Y mientras la luz de la mañana se filtraba entre los árboles y los riscos, el bosque entero pareció contener la respiración ante lo que estaba por venir.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario