jueves, 20 de febrero de 2025

TRASFONDO DE LA GUARDIA DE HIERRO

El cielo sobre la cordillera montañosa de Ered Mitrhin se oscurecían con la sombra de la guerra. El eco de los tambores resonaba en los valles profundos, y en las forjas ancestrales de los enanos, el fuego ardía sin descanso. En aquel tiempo de tinieblas y acero, cuando los clanes se preparaban para la última batalla en Hallâ Úrin Thor, el venerable Jarl Durnhir convocó a los más fieros guerreros de la Guardia de Hierro, tropa de élite de entre los más fieros y avezados enanos del ejército de Erebor, y que a veces se adentraba en zonas cercanas como las Montañas Grises. 

Vestidos con sus túnicas azules, el color que los destacaba sobre el resto de tropas, eran muy buenos en el uso de las hachas, sobre todo llevaban entre sus armas un par al menos de pequeñas hachas que lanzaban con puntería extrema. Bajo las túnicas una ligera capa del inexpugnable Mithril les daba la seguridad necesaria para atacar a cualquiera. Y por si fuese poco cubrían su cara con un yelmo de hierro que se colocaba unido a los cascos puntiagudos y pintados en azul en parte. Sin duda eran toda una visión sobre un campo de batalla.

Aquella noche habían montado las tiendas que habían robado a unos orcos, y aunque el hedor que desprendían era importante, el frío a la falda de la montaña era peor, así que dormirían bajo cubierto. Habían escogido un recodo de la montaña para montar su refugio y habían encendido una hoguera.


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El fuego crepitaba en el campamento, arrojando sombras danzantes sobre la roca. Thorgoin Vakhuz se sentaba junto a las llamas, afilando su hacha con manos curtidas y llenas de cicatrices. No llevaba casco ni armadura, solo la piel endurecida por mil combates. Sus músculos recordaban las raíces de las montañas y sus ojos reflejaban la furia de la batalla que se avecinaba. Era muy sencillo de detectar en la batalla, su pelo cabellera pelirroja recogida en colas puntiagudas y su barba y bigote igualmente naranjas, además del hecho de no usar esa armadura azul hacían de él un blanco perfecto, pero su rapidez, su agilidad y su destreza evitaban que los enemigos acabaran con él a pesar de los múltiples intentos que habían hecho. Thorgoin Vakhuz era de pocas palabras, prefería los hechos a las palabras, y solamente en la tranquilidad de la noche se le soltaba un poco la lengua. Exhaló una bocanada de humo de su pipa, el tabaco oscuro y espeso llenando el aire con su aroma terroso.

-   -     Este tabaco me lo dio un viejo herrero de Karak Dûm, decía que solo los guerreros con honor lo merecen.- murmuró, observando el resplandor de las brasas.


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A poca distancia, envuelto en su capucha oscura y con la trenza rubia de su barba cayendo sobre sus rodillas, Urroin giraba su hacha en la mano, probando el balance con la precisión de un maestro. Su rostro permanecía oculto, pero sus ojos destellaban bajo la tela, atentos a cada movimiento a su alrededor. Cuando lanzaba su acero, la muerte llegaba silenciosa, certera como un relámpago. No había enano más diestro en el uso de las hachas que este enano de corta estatura pero gran corpulencia. Se cuenta que en una batalla llegó a llevar cinco pares de hachas al cinto y recuperó todas de los cuerpos o cabezas de orcos, hay quien dice que eso es una simple leyenda, pero también hay quien dice que no fueron diez hachas, sino doce o más. A diferencia de Thorgoin Vakhuz él si era más hablador, y también un gran amante de fumar en pipa. A las palabras de éste respondió aspirando de su pipa y lanzando una risa seca.


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-        Honorable tabaco o no, el mío viene del comercio con los elfos de los bosques. Dicen que alivia los nervios... aunque yo no confío en nada que crezca sin la piedra bajo sus raíces.

Tras unos días de marcha por fin hoy habían podido descansar más en condiciones, y tras un poco de cacería por la zona, habían encendido una pequeña fogata para cenar y echarse un rato. Todos disfrutaban de un merecido descanso, todos. Foroin y Yoin, hermanos de sangre y guerra, compartían un cuerno de hidromiel mientras repasaban el filo de sus armas. Entre ellos, el lazo del combate era más fuerte que el de la sangre. Mientras fumaban en silencio, Yoin sacó de su bolsa un pequeño paquete envuelto en cuero y lo arrojó a la lumbre. "Un conejo. No es la carne más fina, pero es lo que la montaña nos ha dado esta noche." El aroma del animal comenzaba a mezclarse con el humo del tabaco, creando un aire espeso de camaradería y nostalgia.


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Zharrup Öshkar permanecía en silencio, con la mirada fija en las llamas, siempre le había gustado el fuego, y aquella fría noche más aún, puesto que el aquella lumbre los mantenía calientes aún a las bajas temperaturas que les rodeaban. Su rostro estaba surcado por antiguas cicatrices, testigos de tiempos donde las bestias de los abismos eran los enemigos de los enanos. Se mesaba la larga barba blanca tranquilamente con una mano mientras sus dedos tamborileaban sobre la asta de su arma e inhalaba profundamente su pipa, sus pensamientos hundidos en recuerdos antiguos, era el mayor del grupo, y eso hacía que todos le pidieran consejo cuando tenían problemas.


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Hiroin observaba el mapa extendido sobre una piedra plana, sus ojos recorriendo cada línea, cada sendero oculto en el relieve de las montañas. Su mente aguda podía leer el campo de batalla como si fueran inscripciones en una tablilla de piedra, descubriendo cada debilidad en la formación enemiga antes de que la batalla comenzara. Antes de cada ataque proponía qué hacer, y por lo general su opinión era un peso crucial en cada acción de guerrilla que realizaban. Nadie había puesto nunca en duda su capacidad para sorprender al enemigo o para sacar ventaja aún en minoría o en zonas en las que llevaban las de perder, más de una vez les había sacado a todos de algún atolladero que parecía insalvable.

-   -     Mañana nos espera una marcha dura. Si la información es correcta, podríamos encontrar un paso entre las rocas y atacar por la retaguardia.- Pensaba mientras mascaba tabaco moviendo su tupida y gran barba rojiza.


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Meoh Goruth y Yultor Zakim, venidos de una región olvidada, se apartaban del grupo, sus túnicas blancas con ribetes azules ondeando con el viento. Su vestimenta, reflejo inverso de los antiguos guerreros de su hogar, era símbolo de tiempos pasados. Ellos no eran de Ered Mithrin, sino que habían llegado de más al oeste, de las últimas estribaciones de Carn Dûm, y tras cruzar la región de Angmar y el Monte de Gundabad, se habían asentado en las Montañas Grises, para suerte de los enanos de allí, puesto que sus andanzas por tierras oscuras habían dado información más que crucial para defenderse cuando los atacaban criaturas del mal. Los susurros en su lengua natal se deslizaban en el viento, invocando a sus ancestros para la batalla venidera. Meoh Guruth se unió al círculo del fuego y encendió su pipa con una astilla del fuego.


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-      Mi padre solía fumar esto antes de cada batalla. Decía que al hacerlo, hablaba con los viejos espíritus de la montaña.- Dijo con voz solemne y en la lengua común de los enanos.

De pronto se oyó un crujido en la maleza que hizo que se callara. La compañía se tensó al instante, cada uno aferrando su arma con la certeza de un guerrero experimentado. El bosque cercano estaba plagado de orcos, pero hasta ahora no habían mostrado signos de actividad en la zona. Foroin alzó la mano, indicando silencio, mientras Urroin agarraba con fuerza una de sus hachas y la sostuvo lista para lanzar.

Otro ruido, un movimiento furtivo entre los arbustos. Hiroin frunció el ceño y susurró para que su voz no saliese de las cercanías del fuego:

-    -     Si fueran orcos, ya estaríamos rodeados.- Pero la prudencia era una virtud enana y Thorgoin se incorporó lentamente, con la respiración calmada, el hacha descansando sobre su hombro desnudo.

El viento cambió, trayendo el hedor inconfundible de la carne podrida. Un gruñido ahogado, luego silencio. Meoh susurró:


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Al-  Algo nos observa.- Y apretó su vista hacia la oscuridad que los rodeaba.

Yultor, con su voz grave, agregó:

-    -      Puede que solo sea una bestia de la noche... o algo peor.- Todos estaban prestos para defenderse de lo que fuese que había causado el pequeño crujido.

Durante un largo tiempo, nadie se movió. El crepitar del fuego y el murmullo lejano del bosque parecían más intensos en la quietud. Zharrup apretó su hacha favorita y caminó en dirección al sonido, sus pasos firmes, su expresión endurecida por años de guerra. Apartó las ramas con la punta de su arma y escudriñó la oscuridad.

Nada.

El resto de la noche se pasó en tensión, y con el amanecer llegó el momento de partir. Se alzaron con el primer resplandor del sol, apagaron las brasas del campamento y comenzaron la marcha. El aire era fresco y denso con la humedad de las montañas cercanas que parecían vigilarlos desde la altura.

Yultor Zakim comenzó a susurrar en su lengua materna lo que parecía una canción, y lo hacía mirando hacia las montañas, sin duda estaba invocándolas para que los ayudaran en su viaje. Cuando avanzaron por el sendero, no tardaron en encontrar rastros inconfundibles de que no habían estado solos. Huellas pesadas, ramas rotas y un hedor acre delataban la presencia de orcos.

-        Nos han estado vigilando.-  gruñó Foroin, escupiendo al suelo.

Siguieron su camino con la guardia en alto. Los días que quedaban de viaje estarían marcados por la sombra de la amenaza. Cada noche acampaban en lugares estratégicos, con turnos de guardia dobles. Cada ruido en la distancia era un recordatorio de que los ojos del enemigo aún estaban sobre ellos, sin embargo en ningún momento fueron atacados, tal vez los orcos se habían dado cuenta que era un grupo muy poderoso, y su labor frente a ellos se reducía únicamente en tenerlos todas las noches sin descansar.

Jarl Durnhir los había reunido para una única misión: marchar hacia Hallâ Úrin Thor, donde la última fortaleza enana resistía el asedio de una fuerza oscura que emergía de las profundidades. El enemigo era antiguo, un eco de tiempos olvidados, y solo aquellos que no temieran la muerte podían desafiarlo. Y hacia allí marchaban para enfrentarse a lo que se les pusiera por delante, lo cual hacía que el cansancio fuese más llevadero.

La noche en que partieron, las estrellas se ocultaron tras nubes negras. El viento susurraba nombres de los caídos, y el eco de las montañas repetía sus pasos. Con sus hachas, su acero y su juramento, la compañía avanzó hacia un destino incierto, donde la gloria y la ruina bailaban en el filo de una espada.

El destino de la Guardia de Hierro estaba escrito en sangre y en piedra. Y en Hallâ Úrin Thor, la historia de estos ocho guerreros quedaría grabada para siempre.

 

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