El cielo sobre la cordillera montañosa de Ered Mitrhin se oscurecían con la sombra de la guerra. El eco de los tambores resonaba en los valles profundos, y en las forjas ancestrales de los enanos, el fuego ardía sin descanso. En aquel tiempo de tinieblas y acero, cuando los clanes se preparaban para la última batalla en Hallâ Úrin Thor, el venerable Jarl Durnhir convocó a los más fieros guerreros de la Guardia de Hierro, tropa de élite de entre los más fieros y avezados enanos del ejército de Erebor, y que a veces se adentraba en zonas cercanas como las Montañas Grises.
Vestidos con
sus túnicas azules, el color que los destacaba sobre el resto de tropas, eran
muy buenos en el uso de las hachas, sobre todo llevaban entre sus armas un par
al menos de pequeñas hachas que lanzaban con puntería extrema. Bajo las túnicas
una ligera capa del inexpugnable Mithril les daba la seguridad necesaria para
atacar a cualquiera. Y por si fuese poco cubrían su cara con un yelmo de hierro
que se colocaba unido a los cascos puntiagudos y pintados en azul en parte. Sin
duda eran toda una visión sobre un campo de batalla.
Aquella
noche habían montado las tiendas que habían robado a unos orcos, y aunque el
hedor que desprendían era importante, el frío a la falda de la montaña era
peor, así que dormirían bajo cubierto. Habían escogido un recodo de la montaña
para montar su refugio y habían encendido una hoguera.
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El fuego crepitaba en el campamento, arrojando sombras danzantes sobre la roca. Thorgoin Vakhuz se sentaba junto a las llamas, afilando su hacha con manos curtidas y llenas de cicatrices. No llevaba casco ni armadura, solo la piel endurecida por mil combates. Sus músculos recordaban las raíces de las montañas y sus ojos reflejaban la furia de la batalla que se avecinaba. Era muy sencillo de detectar en la batalla, su pelo cabellera pelirroja recogida en colas puntiagudas y su barba y bigote igualmente naranjas, además del hecho de no usar esa armadura azul hacían de él un blanco perfecto, pero su rapidez, su agilidad y su destreza evitaban que los enemigos acabaran con él a pesar de los múltiples intentos que habían hecho. Thorgoin Vakhuz era de pocas palabras, prefería los hechos a las palabras, y solamente en la tranquilidad de la noche se le soltaba un poco la lengua. Exhaló una bocanada de humo de su pipa, el tabaco oscuro y espeso llenando el aire con su aroma terroso.
- - Este tabaco
me lo dio un viejo herrero de Karak Dûm, decía que solo los guerreros con honor
lo merecen.- murmuró, observando el resplandor de las brasas.
A poca distancia, envuelto en su capucha oscura y con
la trenza rubia de su barba cayendo sobre sus rodillas, Urroin giraba su hacha
en la mano, probando el balance con la precisión de un maestro. Su rostro
permanecía oculto, pero sus ojos destellaban bajo la tela, atentos a cada
movimiento a su alrededor. Cuando lanzaba su acero, la muerte llegaba
silenciosa, certera como un relámpago. No había enano más diestro en el uso de
las hachas que este enano de corta estatura pero gran corpulencia. Se cuenta
que en una batalla llegó a llevar cinco pares de hachas al cinto y recuperó
todas de los cuerpos o cabezas de orcos, hay quien dice que eso es una simple
leyenda, pero también hay quien dice que no fueron diez hachas, sino doce o
más. A diferencia de Thorgoin Vakhuz él si era más hablador, y también un gran
amante de fumar en pipa. A las palabras de éste respondió aspirando de su pipa
y lanzando una risa seca.
- Honorable tabaco o no, el mío viene del comercio con los elfos de los bosques. Dicen que alivia los nervios... aunque yo no confío en nada que crezca sin la piedra bajo sus raíces.
Tras unos días de marcha por fin hoy habían podido descansar más en condiciones, y tras un poco de cacería por la zona, habían encendido una pequeña fogata para cenar y echarse un rato. Todos disfrutaban de un merecido descanso, todos. Foroin y Yoin, hermanos de sangre y guerra, compartían un cuerno de hidromiel mientras repasaban el filo de sus armas. Entre ellos, el lazo del combate era más fuerte que el de la sangre. Mientras fumaban en silencio, Yoin sacó de su bolsa un pequeño paquete envuelto en cuero y lo arrojó a la lumbre. "Un conejo. No es la carne más fina, pero es lo que la montaña nos ha dado esta noche." El aroma del animal comenzaba a mezclarse con el humo del tabaco, creando un aire espeso de camaradería y nostalgia.
Zharrup Öshkar permanecía en silencio, con la mirada
fija en las llamas, siempre le había gustado el fuego, y aquella fría noche más
aún, puesto que el aquella lumbre los mantenía calientes aún a las bajas
temperaturas que les rodeaban. Su rostro estaba surcado por antiguas
cicatrices, testigos de tiempos donde las bestias de los abismos eran los
enemigos de los enanos. Se mesaba la larga barba blanca tranquilamente con una
mano mientras sus dedos tamborileaban sobre la asta de su arma e inhalaba profundamente
su pipa, sus pensamientos hundidos en recuerdos antiguos, era el mayor del
grupo, y eso hacía que todos le pidieran consejo cuando tenían problemas.
Hiroin observaba el mapa extendido sobre una piedra
plana, sus ojos recorriendo cada línea, cada sendero oculto en el relieve de
las montañas. Su mente aguda podía leer el campo de batalla como si fueran
inscripciones en una tablilla de piedra, descubriendo cada debilidad en la
formación enemiga antes de que la batalla comenzara. Antes de cada ataque
proponía qué hacer, y por lo general su opinión era un peso crucial en cada
acción de guerrilla que realizaban. Nadie había puesto nunca en duda su
capacidad para sorprender al enemigo o para sacar ventaja aún en minoría o en
zonas en las que llevaban las de perder, más de una vez les había sacado a
todos de algún atolladero que parecía insalvable.
- - Mañana nos
espera una marcha dura. Si la información es correcta, podríamos encontrar un
paso entre las rocas y atacar por la retaguardia.- Pensaba mientras mascaba
tabaco moviendo su tupida y gran barba rojiza.
Meoh Goruth y Yultor Zakim, venidos de una región
olvidada, se apartaban del grupo, sus túnicas blancas con ribetes azules
ondeando con el viento. Su vestimenta, reflejo inverso de los antiguos guerreros
de su hogar, era símbolo de tiempos pasados. Ellos no eran de Ered Mithrin,
sino que habían llegado de más al oeste, de las últimas estribaciones de Carn
Dûm, y tras cruzar la región de Angmar y el Monte de Gundabad, se habían
asentado en las Montañas Grises, para suerte de los enanos de allí, puesto que
sus andanzas por tierras oscuras habían dado información más que crucial para
defenderse cuando los atacaban criaturas del mal. Los susurros en su lengua
natal se deslizaban en el viento, invocando a sus ancestros para la batalla
venidera. Meoh Guruth se unió al círculo del fuego y encendió su pipa con una
astilla del fuego.
- Mi padre
solía fumar esto antes de cada batalla. Decía que al hacerlo, hablaba con los
viejos espíritus de la montaña.- Dijo con voz solemne y en la lengua común de
los enanos.
De pronto se
oyó un crujido en la maleza que hizo que se callara. La compañía se tensó al
instante, cada uno aferrando su arma con la certeza de un guerrero
experimentado. El bosque cercano estaba plagado de orcos, pero hasta ahora no
habían mostrado signos de actividad en la zona. Foroin alzó la mano, indicando
silencio, mientras Urroin agarraba con fuerza una de sus hachas y la sostuvo
lista para lanzar.
Otro ruido,
un movimiento furtivo entre los arbustos. Hiroin frunció el ceño y susurró para
que su voz no saliese de las cercanías del fuego:
- - Si fueran
orcos, ya estaríamos rodeados.- Pero la prudencia era una virtud enana y
Thorgoin se incorporó lentamente, con la respiración calmada, el hacha
descansando sobre su hombro desnudo.
El viento
cambió, trayendo el hedor inconfundible de la carne podrida. Un gruñido
ahogado, luego silencio. Meoh susurró:
Al- Algo nos observa.- Y apretó su vista hacia la
oscuridad que los rodeaba.
Yultor, con
su voz grave, agregó:
- - Puede que
solo sea una bestia de la noche... o algo peor.- Todos estaban prestos para
defenderse de lo que fuese que había causado el pequeño crujido.
Durante un
largo tiempo, nadie se movió. El crepitar del fuego y el murmullo lejano del
bosque parecían más intensos en la quietud. Zharrup apretó su hacha favorita y
caminó en dirección al sonido, sus pasos firmes, su expresión endurecida por
años de guerra. Apartó las ramas con la punta de su arma y escudriñó la
oscuridad.
Nada.
El resto de
la noche se pasó en tensión, y con el amanecer llegó el momento de partir. Se
alzaron con el primer resplandor del sol, apagaron las brasas del campamento y comenzaron
la marcha. El aire era fresco y denso con la humedad de las montañas cercanas
que parecían vigilarlos desde la altura.
Yultor Zakim
comenzó a susurrar en su lengua materna lo que parecía una canción, y lo hacía
mirando hacia las montañas, sin duda estaba invocándolas para que los ayudaran
en su viaje. Cuando avanzaron por el sendero, no tardaron en encontrar rastros
inconfundibles de que no habían estado solos. Huellas pesadas, ramas rotas y un
hedor acre delataban la presencia de orcos.
-
Nos han
estado vigilando.- gruñó Foroin, escupiendo
al suelo.
Siguieron su
camino con la guardia en alto. Los días que quedaban de viaje estarían marcados
por la sombra de la amenaza. Cada noche acampaban en lugares estratégicos, con
turnos de guardia dobles. Cada ruido en la distancia era un recordatorio de que
los ojos del enemigo aún estaban sobre ellos, sin embargo en ningún momento
fueron atacados, tal vez los orcos se habían dado cuenta que era un grupo muy
poderoso, y su labor frente a ellos se reducía únicamente en tenerlos todas las
noches sin descansar.
Jarl Durnhir
los había reunido para una única misión: marchar hacia Hallâ Úrin Thor,
donde la última fortaleza enana resistía el asedio de una fuerza oscura que
emergía de las profundidades. El enemigo era antiguo, un eco de tiempos olvidados,
y solo aquellos que no temieran la muerte podían desafiarlo. Y hacia allí
marchaban para enfrentarse a lo que se les pusiera por delante, lo cual hacía
que el cansancio fuese más llevadero.
La noche en
que partieron, las estrellas se ocultaron tras nubes negras. El viento
susurraba nombres de los caídos, y el eco de las montañas repetía sus pasos.
Con sus hachas, su acero y su juramento, la compañía avanzó hacia un destino
incierto, donde la gloria y la ruina bailaban en el filo de una espada.
El destino
de la Guardia de Hierro estaba escrito en sangre y en piedra. Y en Hallâ Úrin
Thor, la historia de estos ocho guerreros quedaría grabada para siempre.
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