Sigo escribiendo trasfondos para mis compañías, esta es la de este enero, la de los Trasgos.
La Ciudad Bajo la Montaña es un infierno subterráneo, donde la oscuridad lo
envuelve todo. Un laberinto de túneles excavados en la roca que acaban en un
mar de pasarelas de madera que cuelgan a través de las paredes de la cueva,
algunas crujientes, otras roídas por el tiempo y la humedad. El aire es denso,
viciado por el hedor nauseabundo de excrementos de trasgos, ratas, murciélagos
y cadáveres olvidados que se unen a la poca ventilación que hay con el exterior.
Restos de carne, huesos rotos y pedazos de criaturas caídas forman montículos
grotescos que ya forman parte de las pasarelas. La mugre se acumula en cada
rincón, mientras el ruido de murmullos y gritos lejanos forma una sinfonía
perturbadora.
La luz es débil, apenas suficiente para revelar lo que ocurre en la
penumbra. Fogatas y antorchas titilan aquí y allá, creando sombras inquietantes
que danzan sobre las paredes de roca. La única luz significativa proviene de la
gran rueda de madera que cuelga sobre el trono del rey. Enorme y retorcida,
gira lentamente sobre una polea gigantesca, iluminando el espacio con un
resplandor rojo y amarillento. Nadie recuerda cómo la colgaron ahí, ni de dónde
la sacaron los trasgos, pero es responsable de la poca luz que hay dentro.
Aunque incluso su luz es traicionera, pues no alcanza a disipar las sombras
profundas que se cernían en las esquinas de la ciudad.
Un alboroto comienza a filtrarse desde las profundidades de la ciudad. Un
grupo de trasgos irrumpe en el centro de la caverna principal, sus voces y
chillidos llenan de nerviosismo y miedo la antesala del trono, el lugar donde
comienza la pasarela real que lleva a los aposentos del Rey. Llevan consigo a
uno de los suyos, un trasgo ensangrentado, cuyas ropas están empapadas en una
sangre negra y viscosa, sangre de trasgo. El cuerpo parece estar medio desecho,
con heridas profundas y un rictus de horror aún en el rostro. La multitud
murmura, algunos con asco, otros con curiosidad.
—¡Alto! —grita Grinnah, con una mano levantada. Conocido por su astucia y su
mano dura, Grinnah se ha ganado el respeto de los clanes trasgos. Se adelanta,
separando a la multitud con su voz grave y feroz. Su mirada, penetrante y
feroz, escanea al grupo que trae al trasgo herido. Con un solo gesto, los hace
callar y les indica que se callen y se acerquen
Desde su lugar de observación, en la sombra de las grandes columnas de
madera que sostienen la pasarela central, el Escriba está en su silla, colgado
de poleas, su cuerpo pequeño y menudo balanceándose suavemente en el aire. Su
cara, de rasgos enfermizos, está iluminada por la tenue luz de las antorchas
que se reflejan en su pluma blanca, con la que escribe sin cesar en un rollo de
pergamino. Sus ojos saltones observan todo con una atención malsana, como si
disfrutara de cada doloroso momento. El Escriba, un trasgo diminuto de
apariencia infantil, tiene los dientes podridos y un mechón escaso de cabello
que apenas cubre su cabeza. Aunque su tamaño y su fragilidad lo hacen parecer inofensivo,
su presencia es siempre inquietante. Nunca deja de anotar, siempre buscando el
registro de cada crimen y sentencia, y luego escupe toda esa información al Rey
cuando éste la necesita.
De pronto, el Rey aparece como una sombra monstruosa, avanzando con paso
pesado por las pasarelas de madera que crujen bajo su peso. Aunque tiene un
cuerpo fabulosamente grande, es más ágil de lo que pudiera parecer. La multitud
se aparta con miedo, dejando un camino despejado, aunque algunos trasgos caen
al suelo, apurados por esquivarlo. Los trasgos que se arrodillan a su paso se
encargan de recoger con manos temblorosas los excrementos que dejan atrás,
limpiando la suciedad como si fuera su obligación, como si su existencia misma
dependiera de ello. La visión es repulsiva, y el aire se vuelve aún más
irrespirable al paso de la bestia.
El Rey avanza, su figura gigantesca y oscura se acerca hacia Grinnah
mientras los trasgos se apartan sin atreverse a alzar la vista. Saben lo que
significa no rendirse ante el poder absoluto del rey.
El murmullo de los trasgos crece a medida que el rey se acerca desde su
trono, algunos murmurando entre dientes, otros vacilando, como si temieran
hablar en voz alta. El murmullo crece por momentos, pero entonces el Rey da un
solo paso al frente, y en un movimiento tan rápido como letal, agarra un trasgo
por la cintura como si fuese de algodón, lo levanta en vilo y lo zarandea. La
cueva se ha quedado en silencio una vez más y el desgraciado ni siquiera es
capaz de gritar, sabe de su suerte. Con un gesto brutal, lo lanza por el borde
de la pasarela, a la oscuridad infinita del vacío. El cuerpo del trasgo cae,
gritando ahora, hasta perderse en la oscuridad del fondo.
De nuevo el silencio absoluto se extiende por la ciudad, los murmullos cesan, y la mirada del rey, fría como el hielo, recorre a todos los presentes. Ningún trasgo se atreve a mover un músculo.
La multitud, ahora en completo silencio, se arrodilla ante él, conscientes
de que en su mirada reside tanto la sentencia de muerte como la justicia más
temible.
Vuelve a su trono suspendido, construido con tablas viejas y torcidas, un
reflejo del reinado que sostiene con mano de hierro. Sobre él, la rueda gigante
gira lentamente, iluminando la caverna con su luz cálida y roja, pero también creando
una sombra ominosa sobre los presentes.
Grinnah se inclina, señalando al trasgo ensangrentado con un gesto casi
imperceptible.
—Gran Rey, este trasgo ha cometido un asesinato. Ha matado a otro, dejando
su cadáver tirado en la ciudad. Todos los testigos lo han señalado, pero
nosotros venimos a que se juzgue su destino —dice, su voz grave y directa. El
miedo en su tono es palpable, pues sabe que el juicio del Rey no es algo que se
tome a la ligera.
El trasgo herido, cuyo rostro está marcado por el terror, intenta balbucear
algo, pero las palabras se le ahogan en la garganta. Está tan débil que apenas
puede mantenerse de pie.
El Rey levanta una mano, señalando al Escriba, que inmediatamente deja de
escribir, acciona una palanca y sus siervos mueven la plataforma y engranajes
para acercarlo. Con agilidad, comienza a tomar notas de cada palabra y acción,
su mirada fija en cada movimiento, como si el juicio en sí mismo fuera una
transacción en su mente.
—¿Por qué lo mataste? —pregunta el Rey, su voz profunda y cortante,
resonando en el aire. La luz de la rueda ilumina su rostro, mostrándolo
imponente y despiadado. Sus ojos brillan como el fuego, reflejando una maldad
insondable.
El asesino levanta la cabeza, su voz débil pero llena de miedo.
—Él… él me robó… Me robó mi comida…—sus palabras son casi ininteligibles,
pero el miedo que se refleja en sus ojos es claro. Nadie cree en su versión.
El Rey lo observa durante un largo momento, sopesando la situación. Un
murciélago vuela cerca, y el trasgo alza la vista, tenso, como si temiera ser
devorado en cualquier momento. La ciudad está llena de estas criaturas, siempre
al acecho, y su presencia es uno de los mayores temores de los trasgos.
Con un gesto, el rey hace que Grinnah lo acerque aún más, y luego, mirando al
Escriba, habla con calma.
—El crimen ha sido cometido. El asesinato es claro. No hay justificación
para este acto.
Hace una pausa, y la sala se queda en un tenso silencio, como si todos
pudieran sentir el peso de la sentencia. Finalmente, señala hacia los oscuros
pasajes de la ciudad.
—Llevadlo al Pozo de las Sombras, que la oscuridad le devore lentamente,
como hizo él con su víctima.
Los murmullos cesan. Algunos trasgos se inclinan en respeto, otros fruncen
el ceño, pero todos saben que el juicio es firme y justo. En La Ciudad Bajo la
Montaña, la muerte y el castigo son tan parte del ciclo natural como las
sombras y la oscuridad.
Y, como siempre, el Escriba no deja de anotar ni un solo detalle.
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